domingo, 28 de marzo de 2004

Cultura: ¿simple programa o política pública?

Desde que se fundó la Secretaría de Educación Pública inmersa en sus planes de trabajo apareció la “cultura” como un programa de acción más, agregado, y no como algo prioritario o nodal.
Más tarde, el fomento y la difusión cultural apareció a cargo de una dirección general, hasta que se crea el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), que fue, hasta hace poco, el encargado de la política cultural del gobierno federal. Más tarde, connotados artistas y literatos promovieron la creación de una secretaría de cultura, pero únicamente se logró crear un organismo complejo y “devorador de instituciones” que es el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).
De una manera u otra, en el proceso de evolución del Estado mexicano y sus estructuras gubernamentales la cultura, su fomento y difusión en el más amplio sentido, siempre ha estado o figurado en un segundo plano, supeditada a la política educativa o académica, que si bien van de la mano y corren paralelas, desde luego no son lo mismo.
En Veracruz, el fomento y la difusión de la cultura siempre estuvo en manos de la Universidad Veracruzana, hasta que en el periodo de don Fernando Gutiérrez Barrios se fundó el Instituto Veracruzano de la Cultura, pero como una institución dependiente de la Secretaría de Educación y Cultura.
También, se tiene que mencionar, han existido agrupaciones civiles y fundaciones que han fomentado y promovido la cultura y la producción artística, si bien con criterios muy particulares pero que constituyen la participación ciudadana en un campo tan complejo. Ejemplo de lo anterior son el Seminario de Cultura Mexicana, la Fundación para las Letras Mexicanas y, en tierras veracruzanas, el Ateneo Veracruzano del puerto jarocho. En Xalapa, la Peña Bohemia, el Club de Escritoras de Xalapa, la Escuela de Escritores de Veracruz, Veradanza, etc.
La cultura en la administración pública, tanto federal, estatal como municipal, cada día recibe mayor atención, a veces un tanto para el lucimiento de quienes están encargados de ella, pero a pesar de ello, no deja de ser vista como un programa secundario, prescindible, por lo que siempre es la primera sujeta a los recortes o ajustes presupuestales. Es decir, su peso dentro de las políticas gubernamentales es raquítico y menor.
En la evolución de las políticas e instituciones gubernamentales, la cultura también ha sido tomada, enfocada y manejada con criterios tan disímbolos como el que la consideró sinónimo del folclor mexicano, hasta el que únicamente la considera como la manifestación de las artes tradicionales. Lo anterior estuvo vinculado a la “cultura del poder”, a la que son adictos los que lo detentan: Esther Zuno de Echeverría y su folclor y doña Carmen Romano de López Portillo y su orquesta filarmónica. Dos “gustos”, dos visiones respetables, pero al fin “culturas del poder”.
Se debe anotar que la política cultural hasta ya avanzada la segunda mitad del siglo pasado estuvo impregnada de un nacionalismo en sentido restringido, con una visión unilateral de las expresiones artísticas nacionales, que pasó a ser su principio de legitimidad, quedando a un lado la universalidad propia de la cultura y el arte.
Otro aspecto que ha caracterizado el quehacer cultural oficial en que ciertos promotores, artistas o grupos (las llamadas mafias) capitalizan inequitativamente los recursos públicos que en este caso se traducen en espacios y hoy en los diferentes tipos de becas que se otorgan, por lo que la política cultural está determinada, influida o controlada por una persona o grupo con intereses exclusivos y no plurales. Recuérdese la famosa "mafia" de Fernando Benítez de los años 60, el grupo de Octavio Paz y otros.
Desde luego que hay avances, actualmente el manejo oficial de la cultura se ha abierto y cuenta con una perspectiva plural, no sujetándose únicamente a las artes tradicionales, sino también a manifestaciones acordes a las nuevas tecnologías y a la búsqueda de nuevas expresiones y experimentos: performances, instalaciones, teatro – danza, etc.
Por otra parte, hoy surgen más que en otras épocas y ante la falta de oportunidades, becas y espacios oficiales, artistas y grupos que de manera independiente presentan ofertas artísticas alternativas a la cultura oficial u oficialista. Un ejemplo claro donde sucede lo anterior es Xalapa, precisamente.
El establecimiento del Sistema Nacional de Creadores marca una pauta en la relación del Estado y los artistas a través de sus becas, principalmente, que sí bien ha sido criticado por sus mecanismos de otorgamiento no deja de significar un reconocimiento a la producción y trayectoria artística.
Creemos que todo lo anterior se debe a que la “cultura" no ha llegado a ser o a constituir formalmente una política pública y mucho menos una política de Estado, cuestión esto último que está muy lejos de lograrse.
Así, nos ha tocado escuchar a funcionarios que ante el debate del presupuesto que se asignará al renglón cultural o, en general, al social manifiestan su indiferencia y desprecio, expresando que ni les interesa ni les corresponde preverlo, cuando se trata de todo lo anterior.
Que la cultura pase a ser una política pública y no un simple o gran programa a pesar de la creación de nuevas instituciones y estructuras, significa que las autoridades redimensionen y revaloren su valor, importancia y trascendencia histórica.
La cultura como política pública debe tener como objetivo primordial la satisfacción de los derechos culturales del hombre, de los mexicanos, de los veracruzanos, es decir asegurar su acceso y libre participación en la vida cultural, el goce de las creaciones artísticas y el disfrute del progreso científico e intelectual para coadyuvar a su pleno desarrollo como ser humano, a fin de promover la tolerancia, amistad y paz como valores sociales fundamentales para la convivencia.
Pero no se debe confundir la "cultura del poder" o la "cultura del Estado" con una política pública cultural democrática. La primera satisface los gustos e intereses del gobernante, resultando frívola, intrascendente y sin verdadero beneficio social. La segunda justifica una ideología, una postura unilateral o una etapa histórica hegemónica y autoritaria, legitima al poder: el llamado arte social.
La promoción y difusión cultural como política pública debe responder a dos vertientes: la comunidad cultural o artística y la demanda de toda la sociedad, la ciudadanía. Hoy, la comunidad artística como tal tiene capacidad de organización e iniciativa para promover sus producciones, reclama reconocimientos y espacios públicos donde exponer, interpretar, bailar, montar sus obras. Por otro lado, una sociedad plural, abierta, informada y participativa como la actual exige no únicamente acceso a expresiones artísticas tradicionales, sino también a las nuevas tendencias estéticas, posee opinión crítica y pide rendición de cuentas, como en cualquier otro renglón de la administración pública. Recuérdese el caso de Dolores Creel.
La sociedad plural de hoy, rebasa la oferta cultural de las instancias oficiales que no la satisfacen, por que muchas veces está enfocada a un grupo o segmento social únicamente. Por su parte, la comunidad artística independiente y organizada en su diversidad y libertad de iniciativas desborda los objetivos, planes y programas oficiales a cargo de instituciones muchas veces burocratizadas, que es otro de los problemas o retos de un simple programa o plan cultural.
Por otro lado, una política pública cultural deber responder a una nueva sociedad, cada vez más autónoma, compleja y controversial, sujeta a las aceleradas innovaciones tecnológicas de la comunicación. Los artistas de hoy y su producción deben responder a las innovaciones tecnológicas. Es decir, no nos debe asustar la promoción oficial de un "nuevo arte" mediático, quizás efímero, pero innovador, fresco e inusitado.
También la política pública cultural debe ser específica, concreta, con un espacio propio, autónomo, dentro del plan de desarrollo o de gobierno (federal, estatal o municipal). Debe ser plural en cuanto permita, retome y asimile o integre la opinión, demanda o reclamo de la contraparte de las instituciones. Se debe propiciar la participación ciudadana, a la que tantos funcionarios le tienen temor, que en este caso no únicamente es la de los consumidores, sino de la comunidad artística.
La promoción y difusión cultural deben procurar un equilibrio entre el rescate y preservación de lo auténticamente local y nacional con la presentación y difusión de lo universal. Este equilibrio resulta difícil de lograr. En ocasiones para alcanzarlo se distorsiona lo auténtico y se difunden expresiones de otras latitudes que no son auténticamente representativas.
Un debate sobre la cultura como política pública nos obliga a recordar lo que manifestara Lourdes Arizpe: “es necesario entender la cultura como el contexto en el que evolucionan las sociedades. Se requiere que en la teoría y la práctica del desarrollo, se aborden las cuestiones de la identidad, la comunidad, la confianza, la cooperación y la etnicidad, pues todas ellas constituyen la trama social en que se entreteje la política y la economía”.
Se trata, pues, de pugnar por una política pública de la promoción y difusión cultural específica, permanente, autónoma, integral, plural y democrática, que incorpore la opinión, participación y corresponsabilidad de los artistas y de toda la sociedad, que rebase las grandes acciones aisladas y los programas rutinarios. La cultura como política pública debe ocupar un lugar dentro de la agenda política nacional, estatal y municipal.
Recordemos, para finalizar, que de acuerdo a la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo de la ONU "es el desarrollo el que esta inscrito en la cultura y no al revés" y "que el próximo paso deberá consistir en incorporar perspectivas culturales a las estrategias más amplias de sostenibilidad, aunadas a un programa práctico más eficaz".
Por cierto ¿cuál es la propuesta cultural de los candidatos a gobernador? pues escuchamos proyectos acerca de empleo, desarrollo económico, agropecuario, pero ninguno cultural.

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