Es a partir de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX que surge un racismo biologicista, que se presenta con carácter científico y que hoy sorprende por su arbitrariedad para clasificar las razas y el eco que tuvo en diferentes ámbitos universitarios, tanto europeos como norteamericanos. En el fondo se trataba de una justificación del fenómeno económico y social de la expansión colonial. De esta manera, se fundamentaba y legitimaba el apoderamiento de territorios y riquezas de los pueblos conquistados en ese momento basado en una supuesta superioridad racial, religiosa, cultural y biológica.
Como es sabido, este racismo biologicista tuvo su máxima expresión en la Alemania nazi. Lo anterior no significa que el racismo en un sentido amplio sea una ideología tan antigua, quizás, como la misma humanidad.
A principios del presente siglo el racismo ha evolucionado y contra él la ONU ha emitido Declaraciones y realizado Convenciones, en las cuales el concepto se ha ampliado de tal manera que comprende la xenofobia, el antisemitismo, el integrismo y manifestaciones de nacionalismos excluyentes. En este momento el racismo implica la discriminación, la segregación y la agresión que las persona sufren por su origen, aspecto físico, creencias, convicciones políticas, religión o cultura.
Lo anterior, trae como consecuencia que en su evolución el racismo resulte ahora un concepto un tanto difuso, poco preciso, sobre todo si se admiten que las razas en su definición tradicional no existen y por lo tanto el concepto que nos ocupa también resulte ambiguo. Como consecuencia de lo manifestado se puede afirmar que el racismo resulta en este momento la inferiorización de cualquier grupo social sobre el que la sociedad ha construido una imagen racial.
De esta manera, surge a partir de las últimas décadas del siglo pasado un neoracismo que resulta ser un racismo “sin razas”, es decir su argumentación no es ya la herencia biológica que se argumentaba en la primera mitad del siglo XX, sino uno con carácter supuestamente irreducible de las diferencias culturales. Estamos entonces ante un racismo diferencialista, culturalista , que parte de la defensa de los límites del territorio y de la ciudadanía, como son los espacios destinados o negados a los inmigrantes, las leyes de extranjería, los permisos de residencia, pero sobre todo de un discurso ideológico que presenta diferencias entre ciudadanos autóctonos y ciudadanos foráneos como una contraposición irresoluble, en un supuesto mundo cultural radicalmente opuesto, con derechos diferentes y de exclusión.
Este discurso ideológico y político oculta en el fondo las ínfimas condiciones socioeconómicas de las que huye o por la que se moviliza el inmigrante y que a veces al llegar a un nuevo territorio son las mismas o el ciudadano autóctono lo hace ubicarse en una área exclusiva donde privan carencias de todo tipo.
A este concepto de neoracismo lo acompañan o se vincula el de la identidad nacional y el rechazo del mestizaje cultural. La identidad nacional resulta hoy convertida en una bandera de la extrema derecha europea en un tránsito o evolución del racismo tradicional al fundamentalismo cultural, ya que en aras de ella se induce e instrumenta un sentimiento colectivo con carácter de exclusión e incluso de confrontación. Por otro lado el mestizaje cultural es rechazado argumentando como un elemento esencial de la identidad nacional la preservación de la identidad bio-cultural original, pues las relaciones entre integrantes del culturas diferentes se argumenta que son hostiles y destructivas por “naturaleza”, ya que la xenofobia forma parte de la misma naturaleza humana.
Todo lo anterior viene a colación, como nuestro artículo anterior, a raíz del pasado Día Internacional del Migrante, 18 de diciembre, que estableció la ONU. Conviene recordar que de acuerdo al Informe Estado de la Población Mundial 2006 del Fondo de Población de las Naciones Unidas, 191 millones de personas viven fuera de su país de origen, entre ellos 10 millones corresponden a México y de nuestra entidad un millón aproximadamente, lo que trae aparejado problemas, reclamos, tragedias y el intento, tantas veces no logrado, de establecer políticas públicas para arraigar y retener a nuestros paisanos.
Y nada mejor que para tratar el tema del fundamentalismo cultural que recurrir a nuestra maestra Verena Stolcke quien ahora, desde Barcelona, se ha dedicado a estudiar de manera profunda y amplia el tema, cuyos resultados ha dado a conocer, principalmente, en sus magníficos artículos El problema de la inmigración en Europa: el fundamentalismo cultural como nueva retórica de exclusión (1993); La nueva retórica de la exclusión en Europa, publicado por primera vez en 1995 y ampliado en diferentes versiones; El fundamentalismo cultural, incluido en el Informe Mundial sobre la Cultura 2000-2001 de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura; y, La vieja Europa en proceso de unificación está erigiendo fronteras impermeables, entrevista que concediera a Claudia Nancy Quiceno en 2004.Si bien, estos artículo se refieren a Europa, el reconocimiento de sus contenidos y novedosos planteamientos cobran vigencia en cualquier parte, como es el problema que vivimos los mexicanos con la migración que se genera hacia Estados Unidos.
Para Verena Stolcke, de acuerdo a lo expresado en su artículo Fundamentalismo cultural “En algunos países europeos, los medios de comunicación y los políticos alertan del peligro de extrañamiento o alineación que provocan los inmigrantes en el país . En otras palabras, el problema no está en , sino en . Aunque, obviamente, los inmigrantes no son culpables del desempleo, de la escasez de viviendas y de las deficiencias de los servicios sociales, como se trata de atribuirles, se convierten en chivos expiatorios de dificultades socio-económicas.
“El significado de este retórica culturalista de exclusión ha sido muy controvertido. En mi opinión, más que considerarla como una nueva forma de racismo, la racionalización del sentimiento y de la política anti-inmigrantes se puede entender mejor como una forma de fundamentalismo cultural. Esto no es simplemente un juego de palabras. La retórica culturalista se distingue del racismo en que cosifica la cultura, concibiéndola como un todo compacto y territorializado. Esta idea se considera históricamente enraizada en un conjunto de tradiciones y valores trasmitidos de generación en generación de acuerdo con la ideología decimonónica del estado-nación.
“La estructura conceptual del fundamentalismo cultural es genuinamente distinta del racismo tradicional, como una resurrección aparentemente anacrónica, en un mundo económicamente globalizado, de un sentido exaltado de identidad primordial. Pero esta contradicción entre la igualdad de oportunidades y la libertad individual, por un lado, y la exclusión, por otro, es de hecho inherente al liberalismo moderno”.
Por otra parte, en el primer artículo mencionado la doctora Stolcke manifiesta que “Un ingrediente crucial del fundamentalismo cultural es el supuesto de que la cultura y la identidad nacional se basa en una herencia histórica única, sólida e inalterable. Sin embargo, los pueblos siempre han estado en movimiento y las culturas se han mostrado flexibles y fluidas. Las culturas sólo se atrincheran y devienen excluyentes cuando hay dominación y conflicto. En cambio, la diversidad cultural florece y resulta creativa -sin provocar desventajas- en aquellas sociedades suficientemente democráticas e igualitarias como para permitir que las personas se resistan a la discriminación –como migrantes, extranjeros, mujeres, negros- y pueden desarrollar sus diferencias sin poner en peligro su propia integridad y la solidaridad entre ellas”.
Para Stolcke, la diferencia entre el racismo convencional y tradicional y el fundamentalismo cultural está en la perspectiva que poseen de los migrantes que supuestamente amenazan la paz social de la nación a la que arriban. La primera diferencia está en que los migrantes se perciben como humanos por naturaleza inferiores, tan sólo como extranjeros ajenos a un sistema político, sea un estado o un imperio; el fundamentalismo cultural legitima la exclusión de los extranjeros, de los forasteros, de los migrantes. La segunda diferencia está en que aunque exista alguna referencia a la “sangre” y a la “raza” se trata de un discurso culturalista que va más a allá de las diferencias culturales esenciales e insalvables, o antes de un culturalismo biológico. Se da por hecho que las relaciones entre las distintas culturas resultan por naturaleza hostiles y recíprocamente destructivas, porque el hombre es un ser etnocéntrico por definición. Consecuentemente las diferentes culturas deben mantenerse aisladas por su propio bien.
Nuestra maestra expresa que “El fundamentalismo cultural contemporáneo afirma la nacionalidad como prerrequisito de la ciudadanía, en un patrimonio cultural compartido. Como las doctrinas racistas se desacreditan políticamente, a consecuencia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el fundamentalismo cultural, como retórica contemporánea de la exclusión, se edifica, en su lugar, sobre la noción nacionalista de exclusivismo cultural. Los inmigrantes pueden seguir siendo identificados por su fenotipos, pero lo que tiende a verse en sus actualmente es su condición de extranjeros y su pobreza, más que su ”.
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