domingo, 6 de agosto de 2006

Intolerancia: ¿signo de nuestros tiempos?

“En sus formas más ostensibles -la exclusión o el exterminio de grupos enteros-, la intolerancia es siempre la expresión profunda de una voluntad de asegurar la cohesión de todo aquello que se considera que forma parte del yo, de lo idéntico a sí mismo, y de destruir todo lo que se oponga a su supremacía absoluta. Tal actitud no es nunca puramente casual, sino que obedece a una verdadera lógica de la intolerancia, que es la de servir a ciertos intereses que se suponen amenazados.”
La anterior definición de Françoise Héritier de lo que constituye la intolerancia se actualiza en estos momentos en que en el ámbito internacional escuchamos y observamos expresiones, manifestaciones, acciones y actitudes de la más recalcitrante intolerancia como son políticas genocidas, terrorismo, exterminio, invasiones, violación de los derechos humanos, etc., además de la que a diario observamos en nuestro entorno inmediato. Recordemos que la intolerancia puede ser individual y colectiva.
En estos tiempos en que grupos enteros organizados o no y países con una actitud totalitaria y radical que olvidan su pasado de sufrimientos, persecuciones y exterminio, tratan de imponer su criterio, su razón, conviene recordar, lo que Paul Ricoeur manifiesta: “La intolerancia tiene su fuente en una disposición común a todos los hombres, que es la de imponer a los demás sus propias creencias, sus propias convicciones, dado que cada individuo no sólo tiene el poder para imponerlas, sino que, además, está convencido de la legitimidad de dicho poder. Dos son lo aspectos esenciales de la intolerancia: la desaprobación de las creencias y convicciones de los demás, y el poder de impedir a estos últimos vivir su vida como les plazca. Pero dicha propensión universal adquiere una dimensión histórica cuando el poder de impedir se apoya en la fuerza pública, esto es la del Estado, y la reprobación reviste la forma de una condena pública por parte de un Estado militante que profesa una concepción particular del bien. Es entonces cuando la historia del poder y la historia de las creencias dominantes dan lugar a múltiples figuras de intolerancia, que obligan a distinguir netamente entre dos situaciones extremas que no tienen en común más que el nombre.”
Dos elementos nutren actualmente a la intolerancia: el fundamentalismo y el integrismo. El primero de ellos, el fundamentalismo, es un proceso social vinculado a la interpretación de un libro sagrado, a una “santa escritura”. El integrismo es una posición religiosa y política que trata de imponer sus principios religiosos como un modelo de vida política y convertirlos en fuente de las leyes del Estado. Ambos elementos van de la mano, pero hay diferencias y dentro de cada uno de ellos matices, derivándose otros aspectos graves: racismo, exclusión, etc.
Tanto el fundamentalismo como el integrismo y el racismo pseudocientífico (como el esgrimido por Alemania en la segunda guerra mundial) presuponen una doctrina. A diferencia de ello, la intolerancia se ubica antes de cualquier doctrina, pues se argumenta que presenta orígenes biológicos o reacciones emocionales: en principio nos desagrada lo diferente, los que tienen otro color de piel, los que hablan otro idioma, comen diferente, profesan otra religión, etc. Pero también, se dice que la intolerancia es normal en el niño y que la tolerancia se construye en un proceso que tiene como elemento primordial la educación. Recordemos la teoría de las diferencias, que merece un estudio amplio y separado. De ahí, el peligro de la intolerancia, que al no tener o fundamentarse en una doctrina, no se puede refutar con argumentos racionales.
La intolerancia se genera cuando hay procesos de construcción de la libertad como un derecho humano, lo que podemos observar en muchos países actualmente. En este caso el extremismo y el integrismo repudian el avance de los derechos humanos como una ideología universal, entendiéndola como la idea de que todo hombre tiene los mismos derechos en todo el mundo. Los derechos humanos como ideología sobresaltan, inquietan o alteran a quienes creen que su lugar, su posición, espacio o ámbito les pertenece por una ley natural, por una tradición, por una cuestión teocrática o teológica. El intolerante no acepta su libertad, sino que también rechaza la de los demás.
En este marco, la tolerancia constituye un principio moral y político que se plasma en un nuevo Estado de Derecho, dentro del cual todos tenemos la obligación de no defender únicamente nuestros derechos, sino que al mismo tiempo y ante cualquier circunstancia los derechos del otro, del que nos rodea y del que vive en espacios diferentes, en latitudes alejadas, pero que la globalización nos acerca a ellos.
Contraria al pluralismo, a la diversidad cultural y a la democracia, la intolerancia para Phillipe Douste-Blazy surge como sistema político y como ideología en los terrenos de crisis, en tiempos de crisis, de crisis económica y social, de crisis política, pero, lo que es más grave, en momentos de crisis de responsabilidad ante el otro, de crisis de corresponsabilidad entre individuos y entre grupos, de países enteros. Lo que Hannah Arendt denomina tiempos de oscuridad.
La filósofa alemana, refiriéndose a estos momentos y a su esperanza en los hombres del futuro, escribió en 1968 “Los tiempos de oscuridad no sólo no son nuevos, sino que no son en absoluto una rareza en la historia, aunque tal vez eran desconocidos en la historia norteamericana que por lo demás tiene su buena porción en el pasado y en el presente de crímenes y desastres. La convicción que constituye el trasfondo inarticulado sobre el que estos retratos se dibujaron es que incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación, y que esta iluminación puede llenarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y sus obras, bajo casi todas las circunstancias y que se extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra. Ojos tan acostumbrados a la oscuridad como los nuestros difícilmente serán capaces de distinguir si su luz fue la de una vela o la de un sol deslumbrante.”
Como principio y valor fundamental de las democracias modernas, la tolerancia pasa de un carácter religioso a otros: social, ideológico y político, vinculándose, como ya mencionamos, con el pluralismo y la diversidad cultural, que son reconocidos como elementos democráticos en sí mismos, ya que conllevan a la heterogeneidad de intereses, ideologías, identidades y culturas.
Si bien, el problema de la intolerancia colectiva se presenta en cualquier latitud, recordemos que también es local y privada. Por ello, como ciudadanos debemos reflexionar en nuestro entorno inmediato y preguntarnos: ¿soy tolerante?, ¿respeto a los que son diferentes a mí?, ¿respeto a los que en mi familia piensan o actúan de manera diversa?, ¿practico la discriminación en mi trabajo?, ¿excluyo a otros porque no son iguales y piensan distinto?, ¿mi líder político es tolerante?, ¿hay tolerancia en mi equipo de trabajo?, etc.
En este contexto pensamos en la tolerancia como principio democrático que se desvanece, que se esfuma, y de la que nos olvidamos. La ya citada Françoise Héritier dice “Tolerar significa, entonces, aceptar la idea de que los hombres no se definen simplemente como líderes e iguales ante el derecho, sino que la categoría de hombre corresponde a todos los seres humanos sin excepción. Sin duda, este es el fundamento de una ética universal hipotética a condición -las condiciones son tantas- de que hay una toma de conciencia individual y colectiva, que exista una voluntad política internacional y se desarrollen sistemas educativos que enseñen a no odiar.”

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