domingo, 20 de agosto de 2006

Xalapa: identidad y diversidad cultural

La cultura “debe ser considerada como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, la manera de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias”, esta definición que hacemos nuestra, se adoptó en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales (México, 1982), en la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo (1995) y en la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo (Estocolmo 1998).

Valdría la pena que muchos xalapeños, así como algunas autoridades que ostentan y presumen cierto concepto de “cultura” leyeran y analizaran lo citado anteriormente, de tal manera que ampliaran su visión de lo que es planear, implementar y evaluar políticas culturales, y no quedarse con nociones que nada tienen que ver con la cultura en el presente siglo y no confundirla en cualquiera de sus sentidos (amplio, restringido, antropológico, social, político, etc.) con las llamadas “bellas artes”.

Por otra parte, también vale la pena recordar que “la cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y del espacio. Esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, innovación y de creatividad, la diversidad cultural es para el género humano tan necesaria como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras”.

La anterior definición es la trascripción del artículo 1º de la Declaración Universal de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Cultura y la Ciencia (UNESCO) sobre la diversidad cultural, adoptada el 2 de noviembre de 2001 durante la XXXI reunión de la Conferencia General de la UNESCO, pocos días después de los hechos del 11 de septiembre del mismo año. Para que esta declaración entre en vigencia se requieren treinta votos de los Estados miembros. Afortunadamente el Senado del Congreso de la Unión de México ratificó tal declaración hace tres semanas.

Como todo espacio cultural, Xalapa es una y varias. En Xalapa cada individuo, cada grupo, sector o comunidad que la habita tiene una manera de pensar, representar o imaginar a la capital de la entidad. Esta ciudad es muchas y diversas. Cada quien construye mentalmente la Xalapa que vive, la Xalapa que necesita, y la Xalapa que le gustaría que fuera. A veces coinciden, en otras no.

En esas diferentes ciudades construidas que cada persona o grupo se imagina, hay similitudes y diferencias pues el proceso en el cual construimos “nuestra Xalapa” es resultado de las satisfacciones, los problemas, situaciones, dinámicas y anhelos de cada habitante de esta ciudad; también es producto de la información diferenciada que en torno a la ciudad cada quién recibe y somete a otro proceso; es producto de diferentes presiones de tipo social, económico y político.

Cada individuo o grupo xalapeño posee elementos culturales similares y diferentes, de acuerdo a su sector, a sus colonias, a sus gremios, a sus barrios, su religión, su ideología, que coadyuvan a que construya “su Xalapa”. Todos esos elementos culturales (tangibles e intangibles) sirven como mediadores entre individuos y grupos con la ciudad, para que cada uno de ellos construya su propia imagen de ella.

Lo anterior significa que de acuerdo a la identidad de cada individuo tendremos tantas Xalapas como nos las podamos imaginar, pues esta ciudad capital es producto de la identidad individual ya mencionada, que transformada en identidad colectiva produce una diversidad con las que nos encontramos en el Centro Histórico, en cada espacio de concentración comercial, en cada barrio, en cada colonia, en todo Xalapa.

De esta manera, la identidad individual y colectiva y la consecuente diversidad que de ella se deriva nos obligan a observar y si queremos escudriñar una Xalapa integrada por ricos y pobres, a gente que trabaja y personas que mendigan una ayuda o apoyo para conseguir trabajo, jóvenes que deambulan buscando un empleo, adolescentes que vagan por los centros comerciales en busca del amigo o de “una onda”, mujeres que lucen ropa a la última moda y mujeres en cuya cara se expresa la angustia por llegar al final de la quincena con los recursos suficientes para la subsistencia.

También, a Xalapa la integran los que cada viernes acuden al Teatro del Estado a escuchar en sus temporadas a nuestra Orquesta Sinfónica, algunos por años en su misma butaca (conozco a una señora que tiene treinta y dos años de asistencia), a los que acuden a las inauguraciones de las exposiciones en las galerías, los asiduos a El Ágora de la Ciudad, los que leen los pocos suplementos culturales que se publican, etc.

Xalapa no es una, Xalapa no es la que ven y viven quienes creen y piensan en una identidad cultural única, indivisible y llena de satisfactores. Xalapa posee tantas identidades como grupos sociales la integran y de igual manera que otros o que todos los espacios urbanos, es asiento de una diversidad cultural que debemos saber observar, analizar, valorar y apreciar en todas sus dimensiones, para no menospreciar ninguna, aunque nos parezcan raras, despreciables o talmente opuestas a la que nosotros poseemos o hacemos nuestra, pues su valor es idéntico a la que asumimos.

Dentro de este marco tenemos que la identidad es un proceso de construcción simbólica de identificación-diferenciación que se realiza en relación con un marco referencial que comprende diversos aspectos: territorio, sexo, edad, clase, religión, convicciones, aficiones. Hablamos de un proceso identificador que lleva a los grupos o colectividades a generar distinciones, inclusiones, exclusiones, jerarquías y reglas no escritas de relaciones de poder.

De esta manera, nos vemos obligados a pensar que la identidad colectiva se da en un espacio también colectivo que en este caso lo ubicamos en una ciudad: la nuestra, implicando una diferenciación o distinción en cada grupo social en cuanto a uno o varios referentes: barrios, diversidad sexual, edad, niveles económicos, perfil académico, gustos, filiaciones políticas, moda, etc.

Lo anterior nos lleva a hablar de un mosaico de identidades y diversidades culturales que se presentan en esta ciudad en el actual inicio del siglo XXI y que de una manera u otra derrumban el tradicional concepto de identidad cultural xalapeña, como única identidad que poseía Xalapa, tanto en el imaginario de sus mismos habitantes, como en los individuos que desde fuera la visitan, la admiran, o llegan a vivir en ella.

Xalapa no posee una sola identidad y si es asiento de una diversidad cultural de acuerdo a los nuevos paradigmas y categorías que hoy son insoslayables. Esto de ninguna manera quiere decir que pierda su imagen de ciudad culta, pues la cultura es una de las características que la identifican y que la hacen diferente a las demás, ya que en ella se generan actividades artísticas y los eventos culturales más notables de la entidad y del sureste del país.

Lo anterior quiere decir que el nuevo debate cultural en Xalapa debe rebasar la discusión bizantina de que si la ciudad conserva su categoría de “ciudad culta” o no, o que si continúa siendo la “Atenas veracruzana” o este calificativo le viene grande y está en desuso. El nuevo debate cultural en Xalapa debe girar en torno a sus identidades y diversidades culturales: ¿cómo reconocerlos?, ¿cómo atenderlos?, ¿cómo equilibrarlos? , etc.

Así, si por un lado en Xalapa existen varías identidades y una diversidad cultural amplia y digna de respeto ante cualquier grupo social y económico, por otro lado constituye un reto y una responsabilidad identificar modelos de desarrollo cultural que funcionen localmente acordes a esas identidades y a la diversidad cultural de la que hablamos, de ello nos debemos preocupar, pues cada comunidad es libre de elegir sólo aquello que considere relevante y no necesariamente las políticas culturales que se tratan de imponer y que solamente satisfacen gustos personales (la cultura del poder).

Al avanzar hacia el futuro en el campo de las políticas culturales, ciudadanos y autoridades debemos encontrar un equilibrio entre las realidades mundiales y las locales y diseñar nuevas estrategias que sean innovadoras y garanticen una dinámica cultural local benéfica para todos. He ahí el reto: una política cultural diversa, plural y respetuosa de todas las identidades culturales y no dirigidas a núcleos elitistas, reducidos y cerrados.

domingo, 6 de agosto de 2006

Intolerancia: ¿signo de nuestros tiempos?

“En sus formas más ostensibles -la exclusión o el exterminio de grupos enteros-, la intolerancia es siempre la expresión profunda de una voluntad de asegurar la cohesión de todo aquello que se considera que forma parte del yo, de lo idéntico a sí mismo, y de destruir todo lo que se oponga a su supremacía absoluta. Tal actitud no es nunca puramente casual, sino que obedece a una verdadera lógica de la intolerancia, que es la de servir a ciertos intereses que se suponen amenazados.”
La anterior definición de Françoise Héritier de lo que constituye la intolerancia se actualiza en estos momentos en que en el ámbito internacional escuchamos y observamos expresiones, manifestaciones, acciones y actitudes de la más recalcitrante intolerancia como son políticas genocidas, terrorismo, exterminio, invasiones, violación de los derechos humanos, etc., además de la que a diario observamos en nuestro entorno inmediato. Recordemos que la intolerancia puede ser individual y colectiva.
En estos tiempos en que grupos enteros organizados o no y países con una actitud totalitaria y radical que olvidan su pasado de sufrimientos, persecuciones y exterminio, tratan de imponer su criterio, su razón, conviene recordar, lo que Paul Ricoeur manifiesta: “La intolerancia tiene su fuente en una disposición común a todos los hombres, que es la de imponer a los demás sus propias creencias, sus propias convicciones, dado que cada individuo no sólo tiene el poder para imponerlas, sino que, además, está convencido de la legitimidad de dicho poder. Dos son lo aspectos esenciales de la intolerancia: la desaprobación de las creencias y convicciones de los demás, y el poder de impedir a estos últimos vivir su vida como les plazca. Pero dicha propensión universal adquiere una dimensión histórica cuando el poder de impedir se apoya en la fuerza pública, esto es la del Estado, y la reprobación reviste la forma de una condena pública por parte de un Estado militante que profesa una concepción particular del bien. Es entonces cuando la historia del poder y la historia de las creencias dominantes dan lugar a múltiples figuras de intolerancia, que obligan a distinguir netamente entre dos situaciones extremas que no tienen en común más que el nombre.”
Dos elementos nutren actualmente a la intolerancia: el fundamentalismo y el integrismo. El primero de ellos, el fundamentalismo, es un proceso social vinculado a la interpretación de un libro sagrado, a una “santa escritura”. El integrismo es una posición religiosa y política que trata de imponer sus principios religiosos como un modelo de vida política y convertirlos en fuente de las leyes del Estado. Ambos elementos van de la mano, pero hay diferencias y dentro de cada uno de ellos matices, derivándose otros aspectos graves: racismo, exclusión, etc.
Tanto el fundamentalismo como el integrismo y el racismo pseudocientífico (como el esgrimido por Alemania en la segunda guerra mundial) presuponen una doctrina. A diferencia de ello, la intolerancia se ubica antes de cualquier doctrina, pues se argumenta que presenta orígenes biológicos o reacciones emocionales: en principio nos desagrada lo diferente, los que tienen otro color de piel, los que hablan otro idioma, comen diferente, profesan otra religión, etc. Pero también, se dice que la intolerancia es normal en el niño y que la tolerancia se construye en un proceso que tiene como elemento primordial la educación. Recordemos la teoría de las diferencias, que merece un estudio amplio y separado. De ahí, el peligro de la intolerancia, que al no tener o fundamentarse en una doctrina, no se puede refutar con argumentos racionales.
La intolerancia se genera cuando hay procesos de construcción de la libertad como un derecho humano, lo que podemos observar en muchos países actualmente. En este caso el extremismo y el integrismo repudian el avance de los derechos humanos como una ideología universal, entendiéndola como la idea de que todo hombre tiene los mismos derechos en todo el mundo. Los derechos humanos como ideología sobresaltan, inquietan o alteran a quienes creen que su lugar, su posición, espacio o ámbito les pertenece por una ley natural, por una tradición, por una cuestión teocrática o teológica. El intolerante no acepta su libertad, sino que también rechaza la de los demás.
En este marco, la tolerancia constituye un principio moral y político que se plasma en un nuevo Estado de Derecho, dentro del cual todos tenemos la obligación de no defender únicamente nuestros derechos, sino que al mismo tiempo y ante cualquier circunstancia los derechos del otro, del que nos rodea y del que vive en espacios diferentes, en latitudes alejadas, pero que la globalización nos acerca a ellos.
Contraria al pluralismo, a la diversidad cultural y a la democracia, la intolerancia para Phillipe Douste-Blazy surge como sistema político y como ideología en los terrenos de crisis, en tiempos de crisis, de crisis económica y social, de crisis política, pero, lo que es más grave, en momentos de crisis de responsabilidad ante el otro, de crisis de corresponsabilidad entre individuos y entre grupos, de países enteros. Lo que Hannah Arendt denomina tiempos de oscuridad.
La filósofa alemana, refiriéndose a estos momentos y a su esperanza en los hombres del futuro, escribió en 1968 “Los tiempos de oscuridad no sólo no son nuevos, sino que no son en absoluto una rareza en la historia, aunque tal vez eran desconocidos en la historia norteamericana que por lo demás tiene su buena porción en el pasado y en el presente de crímenes y desastres. La convicción que constituye el trasfondo inarticulado sobre el que estos retratos se dibujaron es que incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación, y que esta iluminación puede llenarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y sus obras, bajo casi todas las circunstancias y que se extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra. Ojos tan acostumbrados a la oscuridad como los nuestros difícilmente serán capaces de distinguir si su luz fue la de una vela o la de un sol deslumbrante.”
Como principio y valor fundamental de las democracias modernas, la tolerancia pasa de un carácter religioso a otros: social, ideológico y político, vinculándose, como ya mencionamos, con el pluralismo y la diversidad cultural, que son reconocidos como elementos democráticos en sí mismos, ya que conllevan a la heterogeneidad de intereses, ideologías, identidades y culturas.
Si bien, el problema de la intolerancia colectiva se presenta en cualquier latitud, recordemos que también es local y privada. Por ello, como ciudadanos debemos reflexionar en nuestro entorno inmediato y preguntarnos: ¿soy tolerante?, ¿respeto a los que son diferentes a mí?, ¿respeto a los que en mi familia piensan o actúan de manera diversa?, ¿practico la discriminación en mi trabajo?, ¿excluyo a otros porque no son iguales y piensan distinto?, ¿mi líder político es tolerante?, ¿hay tolerancia en mi equipo de trabajo?, etc.
En este contexto pensamos en la tolerancia como principio democrático que se desvanece, que se esfuma, y de la que nos olvidamos. La ya citada Françoise Héritier dice “Tolerar significa, entonces, aceptar la idea de que los hombres no se definen simplemente como líderes e iguales ante el derecho, sino que la categoría de hombre corresponde a todos los seres humanos sin excepción. Sin duda, este es el fundamento de una ética universal hipotética a condición -las condiciones son tantas- de que hay una toma de conciencia individual y colectiva, que exista una voluntad política internacional y se desarrollen sistemas educativos que enseñen a no odiar.”